En Belén hay un lugar para la humanidad

24 diciembre, 2022
En Belén hay un lugar para la humanidad

Mientras se encontraban en Belén, le llegó el tiempo de ser madre;
y María dio a luz a su Hijo primogénito,
lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre,
porque no había lugar para ellos en el albergue.
Lc 2,6-7

Mis hermanos, comparto con ustedes una breve y sencilla contemplación junto al pesebre de Belén, el pesebre de Jesús, María y José, el pesebre de quienes le hicieron lugar al Pobre Siervo de Yahveh al descubrirse identificados en su propia opción por la pobreza.

Ir a Belén

El evangelio de la liturgia de la noche nos relata la causa y el inicio de la marcha de José con su esposa María en dirección a Belén. Sin embargo, nada nos dice de sus sentimientos y pensamientos. Los vemos partir seguramente emulando a tantas mujeres, tantos hombres, niños, ancianos… Se ponen en camino y eso es todo.
Intuimos lo que sucede en el noble espíritu de José: se hace cargo, se levanta, camina, sostiene. José cree.

Muchas veces más volveremos a ver a este judío justo levantándose y actuando. En sus
decisiones y acciones leemos una palabra que, habitándolo, se hace historia. José se levanta y lleva consuelo. Lo vemos sosteniendo a María, protegiendo al Niño. Hace alianza con el Espíritu que colmó el hogar de Nazareth transformando definitivamente la humanidad entera.

En el carpintero se despierta de la somnolencia la creación que anhela entrar en la nueva dinámica del Reino. Convencido, determinado, José comulga con el infinito deseo de Dios que hace morada en nuestra pobre tienda. Riega de “hágase en mí” el camino de Belén, volviéndose él también discípulo y mariano.
Rumbo a Belén José madura el sí de los hombres creyentes. Es el sí de quienes volteando los ojos para contemplar la historia son capaces de cosechar fidelidad.

En sus pasos laten los pies de quienes hicieron del abandono de sus tierras la única respuesta posible a la estructural opción por la vida de sus hijos. La ruta que conduce a Belén es dura, sí, como la de todo migrante. Y, sin embargo, a fuerza de repetir el magnificat aprendido de María, el canto de los anawin, esa dureza se vuelve promesa y esperanza.

 

Los encierros

Estoy a la puerta y llamo (cfr Ap 3,20) parece decir María a las puertas de Belén.
En Belén, la más pequeña, y contemplando ese Pueblo, tal vez María acuñó las bellísimas palabras de consuelo que le regalaría a Juan Diego en el Tepeyac: Juanito, hijo mío el más pequeño, ¿No estoy aquí, yo, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Tienes necesidad de alguna otra cosa?
Y, sin embargo, no había lugar para ellos.
Podríamos encontrar múltiples explicaciones al miedo que, devorando los corazones humanos, los conduce a la cerrazón. Seguramente acertaremos con las ancestrales motivaciones psicológicas para atisbar los por qué de un grupo humano para cuadrarse definitivamente en sus no.
Pero nos quedaremos en silencio ante la tozudez del amor de Dios que, a la vez que llama a la puerta, seguirá  preguntando en labios de María: ¿qué te preocupa, hijo mío?
Las puertas cerradas para ellos es nuestro hombre viejo atrapado en preocupaciones
enceguecedoras, esas que nos incapacitan para tomar contacto con la realidad y con el dolor humano. Es así, las preocupaciones -nos lo recuerda la parábola (cfr Mt 13,22)- se sincretizan con la seducción de las riquezas y acaban por sofocar la Palabra de ternura que, a pesar de todo, inexorablemente continuará pronunciándose en la maternidad de esta Mujer vestida de Pueblo.

 

El no-lugar

La tenacidad y la ternura de José y María convierten en lugar ese espacio que no le permitía a la
Vida construir su propia morada. Así suelen ser las cosas de Dios. A él le bastan cinco justos para
sostener la historia de una ciudad, se hace presencia en el más pequeño de sus hermanos, sale a buscar
hasta encontrar la oveja que se le había apartado, pone al centro de su comunidad a un niño abrazado por
él, no apaga la mecha que arde en debilidad.
Las cosas del Señor suelen venir así, envueltas en pañales de pequeñez.
El Señor no aturde ni apabulla con su presencia, nunca lo hace. Está tan profundamente
convencido de la potencia de la Verdad que la vuelve presencia frágil, sin visos de amenaza.
Contemplando al Niño del pesebre podemos también nosotros transitar el mismo camino de
conversión que transitó el Bautista: ¿Eres tú? ¿O debiéramos esperar aún? (cfr Mt 11,3).
En el llanto del Niño, en la pobreza de sus padres, resuena la bienaventuranza entregada por el
Señor a Juan: ¡Feliz aquel para quien yo no sea motivo de tropiezo! (cfr Mt 11,6).
Tropezamos cuando no nos duele que los niños sigan naciendo -y muriendo- en no-lugares.
Tropezamos cuando la compasión se ausenta de nuestros juicios. Tropezamos cuando leemos la realidad
sin criterio evangélico. Tropezamos cuando nos hacemos estrategas del éxito mundano. Tropezamos
cuando evitamos tropezar con quienes sufren a causa de la injusticia.
María, madre del amor hermoso,
cantamos contigo que Dios es el Señor de su Pueblo.
Cantamos contigo porque anhelamos ser plenamente humanos.
El Todopoderoso hace grandes cosas, María, lo sabemos.
Lo confesamos.
Por eso, cantamos contigo la esperanza de todos los pobres de la tierra.
Y alabamos en la cuna de Belén
al que extiende para siempre su misericordia,
al que eleva a los humildes,
al que colma de bienes a quienes tienen hambre.
Alabamos, lo reiteramos, al que no se olvida de su misericordia.
María, madre de la ternura,
contigo y con José nos abrazamos a tu Niño
para unirnos así a todo hombre y a toda mujer
con quienes Jesús se hizo hermano y solidario.
Nos abrazamos a tu Niño, María,
no para hacerlo nuestro,
sino para ser definitivamente suyos.
Amén.
Feliz Navidad

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